
Bazicha by Jamal Shah. Image Courtesy: ArtChowk Gallery.
~ Medardo Fraile
(Click here to read this story in Margaret Jull Costa’s English translation)
Mañana era hoy y ayer; el reloj, un regalo de Reyes o de cumpleaños que daba cierta categoría pero no medía el tiempo. El sol tibio o caliente de las mañanas entraba por los ventanales de las aulas y nos pintaba jóvenes, con sonrisas de burla y miradas de amor, entre cuadernos y carteras y una mano desesperada y rebelde cogiendo notas. Las muchachas lucían más relojes y eran más vistosas y bellas. Muchos usábamos corbata y, algunos, un pañuelo dandy, melancólico, inútil, en el bolsillo alto de la americana. Una fortuna más: no teníamos dinero. El tiempo volaba en la hora de la Literatura, de Arte y se arrastraba minutero, zumbador, premioso en la hora de Filosofía. Cuando el bedel abría la puerta para dar la hora nos deentumecíamos del atasco pensante y volvíamos a llenarnos los ojos de la luz del día, de la que no se hablaba en las notas ni el texto.
La Filosofía, o lo que fuera, había convertido en máscara la cara del filósofo, la había llenado de recovecos y arrugas, y su rostro tenía un aire mediocre de corteza insensible. Parecía un hombre incapaz de suspender a nadie o amar a nadie. No alzaba la voz, vestía casi siempre de negro, con camisa blanca algo gastada y sucia y el pelo, negro y liso, era un casco fijo graso y opaco. Le teníamos los lunes y jueves y su clase era la última de la mañana, cuando daba más pereza pensar o, por lo menos, así, por galerías oscuras. A las dos, abarrotábamos los tranvías para volver a casa.
Aquel jueves era igual que todos pero, en vez de hablarnos de los mitos platónicos o de la teoría aristotélica de la potencia y el acto, explicó las cinco vías tomistas a posteriori que demostraban la existencia de Dios. Aquel hombre tenía algo de clérigo de paisano y ese jueves de primavera la clase olía a incienso o, quizá, a romero y cantueso de los campos cercanos, a iglesia.
Insistió, hasta el mareo (ad nauseam), en la contingencia del ser. Seríamos contingentes, sin duda, pero no sabíamos lo que significaba. Luego lo dijo: “Lo que no se explica por sí: existe pero podría no existir.” Bueno, estábamos allí, sostenidos por la mano del Creador y ninguno de nosotros era necesario – escribíamos en el bloc de notas – pero qué duda cabe que nos gustaba andar juntos y, sobre todo, charlar y que éramos distintos, como las frases de una partitura dispar que se titulara Segundo Curso, Grupo A, Aula 24. A mí me parecía necesario admirar los ojos de Begoña o divertirme con el humor de Lauro, contingentes o no.
En el último cuarto de hora llegaban el sopor, la impaciencia. Venteábamos la cercanía de Aniceto, el bedel, para darnos la hora y abría, por fin, la puerta cuando pensábamos que ya no venía. Aquel jueves de comienzos de abril fue como todos. Él tardaba en llegar o el reloj, algún reloj, se movía despacio. De pronto, oímos el picaporte y Aniceto asomó su calva, miró al catedrático, que a su vez le miró a él y, alzando la voz, dijo: “La hora!”
Las dos, por fin.
En ese momento, se oyó un golpe atrás. Alguna cartera que se había caído. No, no era eso. Era Ricardito. Un muchacho delgado, de ojos azules y cara entre inocente y viejales. Un buen chico. Amable. Sonreía con cara de susto y se marchaba corriendo a estudiar porque, según él, no le cundía el tiempo. Era la hora, su hora, y estaba muerto.
La contingencia de Ricardito fue un ejemplo excesivo. Sabíamos que estaba enamorado de Matilde. Sabíamos que ella, menuda y parlanchina, le diría un día que sí. Pero nunca estaremos seguros de si morirse aquel jueves, en aquel instante, hizo que nosotros no olvidáramos el tercer argumento de Santo Tomás, y si aquello tuvo que ver con que Elena y Milagros se hicieran monjas años más tarde, y Seve se estrellara una noche en una carretera de Ciudad Real.