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Años más tarde, crucé una avenida azul mucho más ancha que la de aquel caminante. Las mismas razones y sinrazones que me llevaron lejos, me traÃan ahora de vuelta a Santa Bárbara de la Frontera.
El domingo me levanté bien temprano, ansioso por ir a la feria.
Allà estaban, como surgiendo de un sueño. Los vendedores de siempre. El predicador, agitando todavÃa la biblia gastada, mientras anunciaba la llegada del fin del mundo con su fuerte vozarrón. El licenciado en yuyos medicinales para el mal de amores, al lado de las dos viejas desdentadas que desde el suelo santiguaban a todo el que pasaba.
Y allà estaba él. Más alto que todos. Con el sol pegándole en la espalda. VestÃa todo de blanco y bajo el sombrero, la canosa cabellera le caÃa sobre los hombros. Una bolsa desfl ecada le cruzaba el torso. Él también me reconoció. Se abrió paso entre todos y se fue acercando hacia mÃ. Cuando estuvimos frente a frente, me encontré de nuevo con aquellos ojos azules, que viera de niño. Después de un largo silencio, como un condenado a repetir siempre las mismas palabras, me preguntó en voz baja:
—¿Cuál es la ruta para el Brasil?
—Siga derecho, siempre hacia el norte, hasta el puente, crúcelo y a unos quinientos metros está la frontera —le contesté rápido, como si nunca me hubiera ido de allÃ.
Dudó un momento, después me palmeó nerviosamente el hombro, y me guiñó un ojo. Con paso resuelto reemprendió la marcha. Al final de la calle, repentinamente dio un gran salto hacia adelante, mientras casi flotando en el aire, soltó una patada hacia atrás.
Quise gritarle para detener su marcha. En la confusión de recuerdos, quedé paralizado viendo cómo el guazubirá desaparecÃa una vez más de mi vida. En ese momento alguien llamó a mi espalda, sacándome de mis cavilaciones. Cuando me di vuelta encontré al predicador haciéndome la señal de la cruz. Me ofrecÃa su vieja biblia, mientras decÃa con voz ronca:
—Para curar el alma… de los espÃritus libres.
Ilustración: “Sphinx”, por Negative Feedback