Por Julio Figueredo
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1
«Se viene la lluvia», anunció mi padre entrecerrando los ojos al cielo. Yo era un hombrecito de unos siete años, y ese dÃa me habÃa quedado con él, mientras mi madre visitaba a mi abuela en el hospital. «Llega olor a tierra mojada, ya está lloviendo en el sur», siguió diciendo, mientras me aferraba la mano con fuerza y apuraba el paso. Para poder seguirlo tuve que empezar a trotar a su lado. Los dos nos Ãbamos riendo. Atrás de nosotros, el viento rugÃa cada vez más fuerte. Al doblar una esquina vimos al fin las luces cercanas de El Quijote. Llegamos justo con las primeras gotas y relámpagos.
Enseguida nos acomodamos en una mesa pegada a la ventana. Desde allà se podÃa ver todo el movimiento del bar. Yo pedà un helado y mi padre una caña cortada. El viento azotaba las puertas desvencijadas del bar pero eso no alteraba el ánimo festivo de los parroquianos que habÃan colmado el lugar. El dueño, ajeno a todo, fumaba un enorme toscano sentado junto a la caja registradora; un mozo, con cara de pájaro, brincaba como una marioneta atendiendo los pedidos de la clientela. Charlas de todo tipo se arremolinaban por el aire igual que el humo espeso del tabaco. En el fondo habÃa hombres jugando al truco y al billar, y al final de la barra, un cantor con su guitarra hacÃa esfuerzos inútiles por hacerse oÃr en medio del caos.
Mi padre —hombre de pocas palabras— me reveló esa noche secretos que desbordaron los lÃmites de mi pequeño mundo. Fue en la quinta o sexta caña que llegó el forastero. Llevaba sombrero y poncho blanco y una melena oscura que se confundÃa con su larga barba. Dejó abierta la puerta del bar unos segundos y paseó su mirada por el lugar con gesto inquisidor. Algunos se dieron vuelta para observarlo en silencio. Cuando nos vio, caminó con decisión hacia nosotros esquivando con agilidad varias mesas hasta llegar a la nuestra; lentamente se quitó el sombrero a modo de saludo y murmur unas palabras que no llegué a comprender.
Con un breve ademán, mi padre lo invitó a sentarse a beber en nuestra mesa. El forastero dejó caer su cuerpo en la silla y después de un largo suspiro pidió una cerveza. El mozo se la trajo con presteza y el hombre se la bebió de un trago, chasqueó la lengua y con el revés de la mano se secó la boca. «SÃrvale otra, bien helada» ordenó mi padre, cabeceándole al mozo que ya se estaba yendo.
El hombre saboreó con parsimonia la segunda cerveza mientras examinaba con atención el lugar. El Quijote ya habÃa recuperado su algarabÃa. Yo lo observaba fascinado. Él se detuvo a mirarme con curiosidad y me sonrió; luego apoyó sobre la mesa una bolsa oscura, de donde sacó una brújula y un libretón de tapas gastadas con fotos amarillentas. Mientras las iba pasando hacÃa algún pequeño comentario —incomprensible para m× y después las guardaba con esmero dentro de un sobre. Mi padre escuchó su largo soliloquio en silencio. Después el forastero fue guardando todo de nuevo en la bolsa, terminó de tomar su cerveza, y mientras se levantaba, dijo por lo bajo:
—Voy para la Patagonia. ¿Cuál es el camino del puerto?
—Siga derecho, siempre hacia el sur y ya lo va a encontrar —dijo mi padre.
El hombre le dio las gracias y me guiñó un ojo.
Yo froté ansiosamente el vidrio empañado del bar para poder verlo partir. Entonces algo muy extraño ocurrió: al cruzar la calle, el desconocido pegó un salto prodigioso hacia adelante, ¡mientras, en el aire, soltaba una patada hacia atrás! Al alejarse bajo un cielo erizado de relámpagos, su poncho blanco titiló varias veces, como una luciérnaga. Después, se lo tragó la noche.
—¿Quién es, quién es? —le pregunté ansiosamente a mi padre.
—Tranquilo… un caminante —me dijo.
—Y ¿qué es eso? —insistÃ.
Me padre se quedó pensativo un largo rato, con la copa de caña en su mano.
—Un espÃritu libre… es como el guazubirá, aquel ciervo que te mostré en la sierra hace un tiempo, y que es tan difÃcil de cazar…
2
Años más tarde, crucé una avenida azul mucho más ancha que la de aquel caminante. Las mismas razones y sinrazones que me llevaron lejos, me traÃan ahora de vuelta a Santa Bárbara de la Frontera.
El domingo me levanté bien temprano, ansioso por ir a la feria.
Allà estaban, como surgiendo de un sueño. Los vendedores de siempre. El predicador, agitando todavÃa la biblia gastada, mientras anunciaba la llegada del fin del mundo con su fuerte vozarrón. El licenciado en yuyos medicinales para el mal de amores, al lado de las dos viejas desdentadas que desde el suelo santiguaban a todo el que pasaba.
Y allà estaba él. Más alto que todos. Con el sol pegándole en la espalda. VestÃa todo de blanco y bajo el sombrero, la canosa cabellera le caÃa sobre los hombros. Una bolsa desfl ecada le cruzaba el torso. Él también me reconoció. Se abrió paso entre todos y se fue acercando hacia mÃ. Cuando estuvimos frente a frente, me encontré de nuevo con aquellos ojos azules, que viera de niño. Después de un largo silencio, como un condenado a repetir siempre las mismas palabras, me preguntó en voz baja:
—¿Cuál es la ruta para el Brasil?
—Siga derecho, siempre hacia el norte, hasta el puente, crúcelo y a unos quinientos metros está la frontera —le contesté rápido, como si nunca me hubiera ido de allÃ.
Dudó un momento, después me palmeó nerviosamente el hombro, y me guiñó un ojo. Con paso resuelto reemprendió la marcha. Al final de la calle, repentinamente dio un gran salto hacia adelante, mientras casi flotando en el aire, soltó una patada hacia atrás.
Quise gritarle para detener su marcha. En la confusión de recuerdos, quedé paralizado viendo cómo el guazubirá desaparecÃa una vez más de mi vida. En ese momento alguien llamó a mi espalda, sacándome de mis cavilaciones. Cuando me di vuelta encontré al predicador haciéndome la señal de la cruz. Me ofrecÃa su vieja biblia, mientras decÃa con voz ronca:
—Para curar el alma… de los espÃritus libres.
Ilustración: “Sphinx”, por Negative Feedback